La leyenda de Carmen Laforet ha ido creciendo durante los años, expandiendo su sombra de gretagarbismo. Treinta años alejada de la vida pública hicieron que muchos se preguntaran a qué se debió el acierto de una de las mejores novelas españolas del siglo XX: Nada. Un libro que sigue reeditándose, lectura obligatoria para los bachilleres, muchos de ellos experimentan un iniciático desvirgue existencial gracias a un relato que aúna la sordidez de la posguerra, con un penetrante olor a gato, y el ansia por descubrir los prólogos de la vida. Una prodigiosa primera novela escrita con veintitrés años. «La señorita Laforet», como la llamaban antes de casarse, recibía a menudo elogios por su melena trigueña y su elegancia sobria. ¿Qué ocurrió para que Laforet no siguiera los mismos caminos que sus contemporáneos Cela, Agustí o Sender (que mantuvo una larga correspondencia con ella, cómplice y ancla, y durante años albergó la ilusión de seducirla)?
El misterio de Nada ha vertido mucha tinta. Hace dos años la profesora Anna Caballé —que, junto a Israel Rolón, estaba inmersa en la investigación biográfica de Laforet— alejó definitivamente el fantasma de la duda que incluso había llegado a cuestionar, de forma subterránea, si ella sería verdaderamente la autora de la novela. Azotada por dos males letales: la precocidad y el complejo de inferioridad, la escritora fue habitando el síndrome de Bartleby, se convirtió en madre de cinco hijos, y vivió en un pulso constante entre la literatura y la vida, buscando las palabras necesarias y adoptando, al fin, el silencio como refugio.
El último premio Gaziel de biografías y memorias, Carmen Laforet, una mujer en fuga, tiene muchos pasajes deliciosos. El rigor en la investigación, así como la recreación de las diferentes atmósferas —o Españas—, desde la posguerra hasta la muerte de la escritora, convierten el libro en una crónica cultural del país. Pero lo más urgente y decisivo radica en argumentar por qué, a pesar de tener siempre libros en la cabeza, Laforet dejó de escribir. Por qué se sentía tan atemorizada por los cenáculos literarios. O por qué nunca intelectualizó su bloqueo. Dice Caballé que uno de sus retos fue probar que ella llegó a creer que lo más valioso de sí misma, «una destilación de su memoria personal, una escritura urdida por los hechos y sentimientos que son inseparables de su vocación literaria», era literatura inferior.
He aquí algunas razones que explican el silencio de la autora de Nada: su permanente nomadismo, viajar como una forma de mantener la mente en blanco, una moratoria ante las exigencias cotidianas; y el pulso agónico del escritor a quien no le sale la voz, porque otra voz le obliga a callarse («En mí, yo no creo mucho. Pero cuando usted me anima, siento que tengo algo que hacer dentro de mi modestia», escribió a Sender); pero sobre todo el autobiografismo comprometedor —que su marido, Manuel Cerezales, con una mirada severa se encargaba de fiscalizar—, ante el cual, no pudo o no quiso seguir su instinto: escribir sobre sí misma para encontrarse. Prefirió negar la pulsión autobiográfica que estaba en el origen de su escritura.
Laforet fue una mujer adelantada a su tiempo, y una víctima de los caminos insondables de la escritura, invadida hoy más que nunca por la no-ficción, una literatura fragmentaria desnuda de esquemas y cronologías. La vida ya no tiene introducción, nudo y desenlace, sino que es un link infinito. «Mi vida y mi vocación están terriblemente enredadas», escribió, lejos de la escritora profesional y cerca de la mujer invadida por oscuridades y claros tras la tormenta. Eso sí, firmando con cierta inconsciencia una obra maestra.
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