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Los años diez

A las nueve de la mañana, croissant con sol en el Café De Flore. Nieva en Barcelona, hiela en Madrid, pero en París, las aguas invernales del Sena se tiñen de plata luminosa. Las floristerías de Trocadero sacan sus camelias a la calle en una ciudad donde la gente aún compra flores junto al periódico y la baguette. Hay nobles maneras de congelar el tiempo: por ejemplo, no perder las buenas costumbres. Frente a las metrópolis con músculos de acero y neón como Shanghai o Dubái, París resiste, abrillantando las cúpulas doradas del pasado, empeñada en ser ella misma.

El legado de Saint Laurent forma parte del cofre de los tesoros de la villa. Por ello, mañana, en el Museo de Bellas Artes del Petit-Palais, entrará por primera vez la moda, al lado de las cerámicas y pinturas de la colección Dutuit. Durante cinco meses —un claro reclamo turístico— se exhibirá la retrospectiva de Yves Saint Laurent: 40 años de creación, 300 modelos elegidos entre 15.000 prendas de alta costura, y una máxima que justifica el trabajo de los comisarios para colonizar con moda el Petit-Palais: «Siempre he respetado este oficio que no es del todo un arte pero necesita un artista para existir». En la entrada, junto a su retrato, aparece su primer manifiesto: un caban y un pantalón de 1962 inspirados en la ropa de los pescadores. Como una naturaleza muerta, junto al despliegue de maniquíes, bocetos, vídeos y clasificadores de colores (con retales ordenados por tonalidades: todos los azules, los malvas, los rojos…), se exhibe su mesa de trabajo. La visión recuerda a aquella autopsia de un escritorio de Georges Perec: pisapapeles en forma de corazón, lapiceros, un libro sobre Brancusi, otro de Chanel, sus gafas de pasta, y una secuencia interminable de elementos personales y a la vez universales. Su bata blanca doblada sobre la silla, como si fuera ayer. Y una lista de los fantasmas estéticos que, según él, vivían a su lado, en una habitación imaginaria: Madame Bovary, Wagner, Callas, Goya, Visconti, Ingres, Fedra, Dietrich o Marilyn.

En la rueda de prensa, Pierre Bergé —que fue su amante y su socio— afirmaba que Chanel liberó a las mujeres pero Saint Laurent les dio poder utilizando el vestuario masculino. El súmmum de ese travestismo estético llegó en 1966 con el primer esmoquin, «no hay nada más femenino, sensual y seductor», aseguraba Bergé, a la vez que insistía en que en su empresa la creación fue más importante que el negocio, «aunque hubo negocio». Hasta que en la era global se empezó a cuestionar el oficio de la alta costura. La pieza única. La tristeza de la moda exclusiva para mujeres ricas. Iba cobrando sentido la alfombra roja, la calle como pasarela, los ídolos adolescentes convertidos en gurús del estilo. Saint Laurent se sintió extraviado en el nuevo mapa de fin de siglo, un raro superviviente obsesionado con su trabajo y sacudido por depresiones y deslumbramientos. Anunció que abandonaba el oficio siete años antes de morir. Poco antes del 11-S. «A partir de esa fecha, todo es destrucción y muerte. La moda se convierte en una bufonada, todo es excesivo, diez años de bluff. Una década de egos y de logos que concluye con la crisis, el cierre de la firma Lacroix y el suicidio de McQueen», me cuenta la periodista Laurence Benaïm, biógrafa del creador que ahora presenta su Requiem pour Saint Laurent.

No es casual que la pasarela empiece a revisar el minimalismo de los años noventa, o que destacadas cronistas europeas hablen de una moda enferma y desestructurada que necesita reinventarse y redefinir el lujo. Más que nunca se percibe la gran dosis de nostalgia que siempre implica anticipar el aire de los tiempos. Saint Laurent escribió en su despedida: «Soy uno de los últimos en poseer los secretos de la alta costura y en cerrar el círculo de su historia». Empieza otra cosa, los años diez.

(La Vanguardia)

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